3.2.17

Una vida vale 800 euros en los Encants

Una vida vale en el mercado de los Encants 800 euros. A veces un poco más. El pasado lunes, por una cómoda y un armario, los libros, los discos de vinilo, el álbum de fotos, abierto por la página del día de la boda, la colección de sifones, platos decorativos de plata bien bruñida, una máquina de escribir Underwood de cuatro filas de teclas, o sea, tal vez de los años 40, la vajilla de porcelana, una santa cena de baldositas cerámicas, una mesita de noche de tres patas, con su lámpara de tulipa glaseada, y decenas de objetos más se pagaron casi 6.000 euros. No es lo habitual, pero 6.000 euros por los objetos de toda una vida sigue sin ser gran cosa. Los Encants no necesitan ser presentados a estas alturas, pero sí sus subastas matinales, que por estas fechas comienzan cuando aún no se ha asomado el sol.

Tres días a la semana llegan los camiones cargados con el contenido casi completo del piso de algún recién fallecido. Lo de siempre, la familia no sabe qué hacer con todo aquello y lo malvende o lo entrega a cambio de nada. Lo que importa es el piso. No el contenido. Cada vida, así, es un lote que llega a bordo de un camión. En la plaza central de los Encants, sobre el suelo, tres días a la semana se subastan 39 lotes. Son los que caben. Cada puja no suele durar más de un par de minutos. Menos que un funeral. Para alguien que asiste por primera vez a esta ceremonia (como es el caso), resulta perturbador. Una charla a pie de lote con Jordi Baron, sobresaliente coleccionista de fotos antiguas e institución en este bazar único en el mundo, hace más amargo aún este cáliz cuando con una frase lo resume todo. “Todos terminaremos algún día en los Encants”.

Cada puja comienza con la misma frase por parte del ‘speaker’. “Material tal cual lo ven”. Así es. Los lotes, las vidas, ocupan un rectángulo de unos 10 metros cuadrados sobre el suelo. Lo que se ve es lo que hay. A veces aclara si a una silla le falta una pata y si esta está por ahí, para que quede claro que es una incidencia reparable. Después, comienza la venta. El precio de partida es a veces de solo 60 euros. Realmente no somos nada. Con gestos casi imperceptibles, la cantidad sube. Se hace dificil establecer una media exacta, pero no es disparatado concluir que una vida se despacha en los Encants por unos 800 euros. Los compradores suelen ser marroquís, unos tipos encantadores. Son parte de la vida cotidiana de este mercado. El lote se subasta entero. Después ellos se encargarán de trocear la pieza, como si fuera una vaca argentina, con buenos cortes. Alrededor de la subasta suele haber quienes ya le han echado el ojo a un cuadril, un lomo o un bife. Mustafá, por ejemplo, es el hombre al que buscan los cazadores de negativos fotográficos, un subgrupo singular en este ecosistema matinal, gente a la que algún día esta ciudad tendrá que hacerle un homenaje, porque con su afición están salvando Barcelona de una dolorosa amnesia audiovisual. Años atrás, en los antiguos Encants, estas subastas también se llevaban a cabo, pero entonces aquello era un pandemonio. Los compradores se quedaban el lote entero, pero solo se llevaban luego los objetos que suponían que revenderían con facilidad. El resto se quedaba ahí disperso, sobre el cemento, a veces bajo la lluvia, hasta que pasaba la brigada municipal y lo trituraba todo, como un ‘steak tartare’ de recuerdos, muebles, cuadros y fotos de la primera comunión, quizá algún tesoro.

Algún día --predice Baron-- llegaran aquí los muebles de Ikea, las fotos en discos duros o en lápices de memoria, el monopatín que ya nunca salió de casa desde que comenzó a fallar la cadera, pero de momento el patrón común es otro. Muchas vírgenes y santos. Porcelanas. Recuerdos de la mili. Colecciones de búhos. Cuando fallece un médico de los de antes no es extraño que junto a la biblioteca de tratados de anatomía aparezcan un par de cráneos. En el caso de que el finado sea un jefe de estación, la gorra y el bastón de ferroviario. En lo funerales, laicos o religiosos, se despide a un amigo. En los Encants se le conoce a fondo. Impúdicamente, se podría decir. El miércoles, en dos de los lotes había un pequeño rincón de revistas cochinas, setenteras. “Chicas de lujuria”, prometía la portada de una de ellas. Susana Estrada mostraba una teta, muy poco para ser ella.

En la subasta de otro piso, un ejemplar infantil de ‘Marco, el niño genovés’, apenas tapaba un ejemplar de ‘La Porra’, revista lúbrica que en ese número prometía obscenos cuentos de burdel. Aquello era la vida más privada de alguien. Un vicio. Eso no estaba a la vista cuando recibía visitas en casa. El intento de explicarle a un amigo de Mustafá quién era Susana Estrada termina en un absoluto fracaso. No parece que sea solo una cuestión de idiomas. No comprende lo que supuso aquella teta para la política municipal madrileña.

La entrada a la subasta, por si no había quedado claro, es libre. Madruguen. Hay quien cree de un tiempo a esta parte que Barcelona es el ombligo del mundo. Es muy discutible. Pero, venga, si se acepta la tesis, que quede claro que no lo es por su glamur, impostado la mayoría de las veces, sino por lugares como los Encants. No hay ombligo sin pelusilla.



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