6.5.16

Sigmund Freud

Sigmund Freud fue, es y probablemente será para siempre uno de los rostros más polémicos de la filosofía moderna. Revolucionario, controvertido, sin pelos en la lengua pero de gran influencia en la psicología, las opiniones de Sigmund Freud siguen siendo tema de debate y polémica siete décadas después de su muerte. Los «dimes y diretes» que lo acompañaron durante su vida se han transformado en controversias después de su muerte. Porque Sigmund Freud no pasó inadvertido. 

Nacido tal día como hoy hace 160 años, Sigmund Freud, es probablemente el filósofo al que más leyendas -doradas y oscuras- persiguen. Su complicada personalidad ayudó a levantar el mito. Sus fobias y sus filias le convirtieron en un hombre mucho más odiado y despreciado que admirado, sobre todo en su tiempo. Tampoco ayudaron sus teorías. Los descubrimientos que se apuntó sobre la sexualidad infantil, y particularmente sobre el complejo de Edipo, lo colocaron en la diana del escándalo. 

Tampoco acompañaban los tiempos. En la época en la que Sigmund Freud trabajó, la estricta moral victoriana impregnaba cada actividad del día a día. Y, seamos sinceros, Freud era en su tiempo y en cualquier otro, un hombre complejo. Para muestra, un botón. Sigmund Freud desarrolló un extraño e inexplicable miedo por el número 62. Jamás se alojó en una habitación que tuviera este número (o alguna de sus combinaciones) y si se topaba con estos dos dígitos juntos, huía de ellos de formas, a veces, realmente extrañas. Pero sus fobias no se resumían en este pequeño detalle. Freud también sentía terror por los helechos.

Tampoco sus filias mejoraron su imagen. Hombre de costumbres estrictas, Sigmund Freud tenía que almorzar todos los días a la 1 en punto de la tarde, tras lo que se levantaba -de manera obligatoria- para salir a dar un paseo de tres kilómetros exactos por las mismas calles de siempre. No era amigo de los cambios. Tampoco en lo que a ropa se refiere. Desarrolló desde temprana edad una curiosa aversión a la ropa nueva, por lo que en su armario colgaba siempre tres trajes, tres mudas de ropa interior y tres pares de zapatos.

Fumador compulsivo, Sigmund Freud coqueteó con la cocaína, una droga que, tal y como él mismo escribió en una carta del año 1886 a su prometida, comenzó como una ayuda «para liberar la lengua» en las fiestas de la alta sociedad de la época y que finalmente se convirtió en una adicción que le perturbó el ánimo y en ciertas ocasiones hasta el juicio. Y dejó constancia de ello. Freud comentó sus experiencias con esta droga en un ensayo que se intentó censurar durante muchos años. La consideraba un elixir de la vida. Quizás por ello dedicó gran parte de su vida a intentar probar sus usos terapéuticos. Probó en su propia piel la efectividad que poseía la cocaína a la hora de calmar la ansiedad e incrementar la líbido. Le gustó. Y la recomendó. A amigos y familiares recetaba unos gramos de lo que él consideraba la mejor forma de «convertir los días malos en buenos, y los buenos en mejores».

Después de varios años bajo el poder blanco, Sigmund Freud decidió apartar el vicio de su vida cuando contaba 40 años. Las taquicardias que experimentó y la merma de sus capacidades intelectuales fueron razones suficientes para el genio.

Pero las sombras no pueden tapar a las grandes luces que acompañan a Sigmund Freud. La pluma de este médico neurólogo dejó lo que muchos siguen considerando la piedra angular del psicoanálisis y de la psicología. La teoría que sustenta el psicoanálisis, cuyo objetivo es básicamente el tratamiento de enfermedades mentales, intenta explicar el comportamiento de los humanos, para lo que se basa en el análisis de los conflictos sexuales inconscientes que se originan en la niñez. La teoría que lo sustenta sostiene que lo impulsos instintivos que son reprimidos por las conciencias acaban siendo permanentes en el inconsciente y afectando a los sujetos.

http://www.lavozdegalicia.es/noticia/informacion/2016/05/05/sigmund-freud-estrictopadre-psicoanalisis-dejo-llevar-adicciones/00031462472461242977551.htm

29.4.16

La (des)confianza

Sabía, antes de que ella comenzase a hablar, que esa conversación lo cambiaría todo. Lo había intentando rehuir pero no podía retrasar más el enfrontarse a abordar el tema que pocas horas antes estalló y salió a flote de forma repentina. Era sorprendente cómo ella hablaba sin titubear, argumentando todo con unas ideas presuntamente claras y lógicas. Él escuchaba y analizaba como, en su cabeza, en silencio, iban naciendo nuevas dudas. Y se quedó mudo, pensativo, sin entender nada. Eran en ese momento dos polos opuestos: la persona que hablaba lo veía todo claro mientras que la que escuchaba no entendía nada. Ante esa aparente indiferencia ella lo retó a que contestara, a que se enfadara; como si no lo conociera de nada. Las emociones se pueden mostrar -o camuflar- de muchas maneras diferentes. A veces la indiferencia es la peor de las respuestas. A veces el silencio es lo que más te hace reflexionar. Y es que, sin duda, se sentía traicionado. No por el contenido del discurso sino por la forma. La confianza se había roto. Y es curioso como algo que se tarda años en construir se puede destruir en pocos minutos. Como la magia de un castillo de naipes. Es como cuando una pareja entiende que no volverá nunca al estado de locura inicial. Que no toca, que no corresponde. Que es mejor entender el momento actual que querer crear una situación artificial que recree una situación espontánea y natural irrepetible. Hay líneas que, una vez traspasadas, se pierden de vista para siempre. No puedes retroceder y fingir que todo es como era. Es absurdo. Y así lo veía él. Nunca más disfrutarían de esa confianza inicial y virgen forjada día tras día. Como una lluvia de verano que a todos sorprende, llegó la desconfianza y lo empapó todo.