Aquella chica venía de llorar como otros vienen
del trabajo. Coincidíamos en el metro, cuando yo volvía a casa de la
oficina. Me pasaba el viaje observándola disimuladamente, fantaseando
sobre las razones por las que había llorado esa jornada, en el caso de
que no llorara siempre por las mismas. Ella permanecía abstraída en un
rincón, siempre el mismo, ajena a todo, a todos, hasta que una voz
interior la avisaba de que había llegado a su estación. Entonces
abandonaba el tren y se diluía entre la gente como la columna de humo de
un Camel. Tuvo un abrigo gris que le duró seis inviernos y una falda
escocesa que solo se ponía los viernes, el día en el que en mi casa se
hacía cocido para comer, de modo que los cocidos me saben aún a falda de
cuadros y las faldas de cuadros a cocido. Cuando cambió de abrigo, yo
le di la vuelta al mío, que tenía cinco años, porque me pareció que era
el momento de renovarse o de morir y no tenía una pistola a mano, ni
siquiera un maldito frasco de somníferos. Creo que nunca reparó en mí ni
en mi pena, mi pena por ella y por todos los que veníamos a aquellas
horas (las nueve de la noche) de ganarnos la vida, o de perderla. Cómo
saber si aquello era esto o lo otro, aún no lo sé.
Un día dejó de aparecer y no volví a verla, aunque la busqué por todo
el convoy, por si hubiera cambiado de vagón, que es como cambiar de
costado cuando no coges el sueño. En cuanto a mí, también la vida me
condujo a otras líneas del metro y así pasaron los años. La semana
pasada, volví a encontrarla, en la línea 5. Pese a los años
transcurridos (30 o más), la reconocí al primer golpe de vista, pues de
cara al menos no había cambiado demasiado. Noté que también venía de
llorar, lo que me proporcionó una desazón enorme. Me pareció que
llevábamos los dos toda la vida en el metro, casi con los mismos
abrigos.
EL PAIS, 16-XII-2011
No hay comentarios:
Publicar un comentario